martes, 27 de junio de 2017

Falsas apariencias

Cursaba quinto de la secundaria, allá por el ´87, yo tendría unos diecisiete años. Mi amigo en ese momento era Juan, uno de los pocos que me había abierto las puertas de su casa en la ciudad. Yo era un humilde chico de campo que viajaba todos los días por la tarde en ómnibus unos quince kilómetros para concurrir al colegio.
Los viernes organizábamos, con la finalidad de juntar fondos para el viaje de egresados, reuniones bailables que comenzaban alrededor de las nueve y treinta o diez de la noche. En esos días se me presentaba el inconveniente que, si me volvía a casa después del colegio, no había en ese horario ómnibus que pudiera tomar para llegar cuando comenzara la fiesta, y si no concurría a los bailables no recibía un mísero peso. Entonces, no tenía otra opción que quedarme en la ciudad, una vez concluidas las clases, hasta que llegara la hora del bailable. Podía esperar en casa de una tía que distaba unas cuarenta cuadras del centro de la ciudad, pero, la verdad, no era muy de mi agrado ir a quedarme un rato allí porque tenía la sensación de que siempre molestaba. Juan tuvo la amabilidad de invitarme a su casa, para que vaya a bañarme, a comer algo y luego ir juntos. De ahí en adelante nos hicimos los mejores amigos y todos los viernes que se organizaba bailable iba a su casa a pasar el rato.
Juan era un chico flaco, alto, reservado, muy inseguro, hasta tímido diría yo, aunque a veces tenía problemas de conducta en el colegio. Creo que sentía una especie de vergüenza por un problema en la vista, miopía o algo similar. En su hogar sufría la separación en curso de los padres y el problema de una hermana mayor que se había dedicado a la prostitución.
Un día cualquiera, avanzado ya el quinto año de la secundaria, dejó de concurrir al colegio sin aviso previo y nadie supo decirme el motivo.
Pasado un par de semanas de su no concurrencia, y estando yo en la terminal a la espera de la llegada del ómnibus para volver a casa, se me acercó un señor, a quién luego identifiqué como un taxista, que me dijo muy amablemente:
—¡Hola! ¿Cómo estás?
—Hola
Saludé sin demasiado entusiasmo, preguntándome a que correspondía el acercamiento. Luego de una breve pausa, en la que aprovechó para aspirar humo del cigarrillo, preguntó:
—¿Vos andás en la joda?
Lo miré interrogante.
—No sé a qué le llama usted joda.
Me miró tratando de adivinar si le estaba mintiendo.
—Como te veo que dos por tres andás con ese flaquito… ¿Juan se llama? Y ese sí anda en la joda, pensé que vos también…
Quedé sorprendido por lo que dijo, lo cual, creo, terminó de convencerlo de que yo no sabía a qué se refería. Se encogió de hombros dispuesto a retirarse.
—Bueno, si algún día te decidís, estoy siempre acá en la terminal.
Finalizó señalándome el lugar donde estacionaban los taxis.
Los veinte minutos que duró el viaje en colectivo hasta la parada de la ruta en la que me bajaba, más los diez minutos que caminé hasta llegar a casa los ocupé en conjeturas sobre qué significado le había dado el tipo a la palabra joda. Pensé redundantemente en drogas. Me equivoqué.
Los días posteriores traté de averiguar, infructuosamente, quién era el taxista, hasta que el azar ayudó a que encontrara respuesta a mi interrogante. Estando en la plaza frente al colegio con los demás chicos del curso, uno de ellos dijo, señalando un taxi que pasaba y que era manejado por el hombre que me había encarado en la terminal:
—¡Miren ahí va el taxista puto!
Escondí mi incredulidad tras las carcajadas de todos tratando de pasar inadvertido.
Inevitablemente tuve que asociar la condición del taxista con Juan. ¿Era Juan puto?  Realmente no lo podía creer.
Y no lo pude creer por mucho tiempo, aunque tampoco me animé a ir a visitarlo o a preguntar por él. Nadie en el colegio lo recordaba. Convengamos en que eran épocas en que la homosexualidad era aún tomada como una condición degradante y era motivo de discriminación.
Otro día cualquiera, años más tarde, por simple coincidencia o capricho del destino, estaba yo sacando unas botellas de la parte de abajo del mostrador del bar que atendía, cuando al erguirme y levantar la vista, me encontré cara a cara con Juan, dándome una de las mayores sorpresas de la vida. Vestido de mujer, pelo largo oscuro, anteojos negros, una blusa que resaltaba con orgullo un par de hermosos senos producto, supuse, de las hormonas ingeridas o tal vez de las siliconas, jeans ajustados al cuerpo y zapatos de taco.
Me pidió un agua mineral. Como pude, mal disimulando mi incredulidad, se la alcancé, me abonó y sin más, sin prestarme más atención que la debida, ni mostrar un atisbo de haberme conocido, se fue revoleando sus caderas de mujer, muy seguro de su actuar, mostrando el aplomo de aquellos que saben lo que quieren, como dando a entender o mostrando que había encontrado el lugar que le pertenecía en este mundo de locos. Fue ahí, en ese preciso momento, que me di cuenta de que mi amigo Juan había muerto aquella última vez que me acompañó desde el colegio a la terminal. Y en ese mismo momento nació o surgió en su lugar la persona auténtica que desde hacía muchísimo tiempo pugnaba por salir a la luz. Aquella persona cuya verdadera personalidad, que había tenido oculta hasta ese momento, era inmensamente más avasalladora que la que aparentaba. Celebro su valentía.

martes, 27 de diciembre de 2016

Juntando Coraje

Solamente pasaba diez minutos con el amor de su vida, y miles de horas pensando en él. Paulo Coelho 

Estoy decidido, hoy se lo diré. He juntado el coraje que me faltaba, lo he ido envasando poco a poco como se hace con las monedas en una alcancía, nunca me sobró, más bien todo lo contrario, siempre me faltó. Siento la emoción del momento, la adrenalina a mil, camino rumbo a su casa, hacia ella, a su encuentro. Paso junto a una vidriera, por el rabillo del ojo distingo mi imagen a través del vidrio, me detengo, doy un paso atrás, me paro frente al improvisado espejo, todo en orden, me veo bien. La señora del negocio me levanta la mano cerrada con el pulgar hacia arriba en señal de aprobación, como si supiera. Es un buen signo, me digo. Prosigo, aún me quedan unas cuadras por transitar. Veo las hojas amarillentas de los árboles caer, oigo el trinar de los gorriones o el arrullo de alguna paloma, escucho el corretear de unos chicos jugando en una plazoleta enclavada a la vera de la antigua vía en desuso. Poco tránsito, casi nulo, como contribuyendo a hacer de esta soleada
tarde de otoño, la más maravillosa de las tardes a recordar, miro, más bien observo todo con ojo casi clínico tratando de no pasar detalle por alto, siempre fui minucioso, pero hoy pretendía ser aún más. No quería que se me olvidara nada de esa tarde que prometía ser la más inolvidable de las tardes, la que esperé por tres años un mes y veintiún días. Sí, lo recordaba muy bien, aquel siete de marzo, desde entonces conté los días meticulosamente como quien cuenta los billetes cuando cierra la caja de cada día en su negocio. Fue aquel día en que apareció ante mis ojos la más maravillosa de las imágenes, recuerdo como si fuera hoy su ingreso al aula. Llegó tarde debido a que se había inscripto fuera de término pues sus
padres se habían mudado hacía poco a la ciudad. Hizo su presentación con una desfachatez, una frescura y una madurez impropios de su edad.
—¡Buenas tardes! ¿Cómo le va profe? ¡Hola chicos! ¿Qué tal? Soy Lucía, vengo de la Capital y me han dicho que debo compartir la clase con ustedes…
Dijo, mirando alternativamente al profesor y a la clase en general, luego realizó un breve recorrido con la vista hasta que me encontró, o eso creí, lo cierto es que se dirigió hacia el lugar libre que había delante de mi pupitre y antes de girar para sentarse, me miró y me guiñó un ojo. Si alguien me hubiera sacado una fotografía en ese momento, hubiera hecho un cuadro retratando a la personificación del más grande de los bobos, sin duda alguna. Como a los veinte minutos cuando logré salir en parte del asombro, hice un mapeo de la chica: pelo castaño claro, lacio, desmechado, relativamente largo; ojos verdes, grandes, vivaces; cara redonda con unas pecas sinónimo de rebeldía en su perfecta nariz y en los pómulos; alta, muy alta, debajo de su guardapolvos tableado se adivinaba un cuerpo bien proporcionado; las piernas no se adivinaban, se veían preciosas, ya que la falda del guardapolvos le quedaba unos quince centímetros por encima de la rodilla, lo que, cuando se sentaba, hacía que fueran treinta los centímetros de vista, por lo cual, pensé en ese momento, “le van a llamar la atención cuando salga al primer recreo”, y así fue.
Como se imaginarán ustedes, ante tan fascinante proyecto de mujer, tanto el plantel masculino como el femenino de la clase se había puesto en guardia. Las mujeres por el simple recelo que genera una chica de tal estirpe y más que nada por la seguridad que emanaba de sus actos, con lo que creían adivinar o suponían que se trataba de una nenita de mamá de gran ciudad, y entre los chicos corrían las apuestas desde el primer día a ver quién salía con primero primero, como si fuera un trofeo a ganar.
Lo cierto es que, no supe entender en ese momento por qué, quizás por mi timidez, quizás por la carita de espasmo que puse cuando me guiñó el ojo, ella me eligió para ser su compañero de tareas, de confidencias, su guía para conocer la ciudad, su medio de consulta ante cualquier duda. Se podrán imaginar ustedes que era como estar en el paraíso con Eva. Y sí, no se equivocan, y que me traigan una tonelada de manzanas prohibidas y me las comería
todas. Ella estaba en todo momento conmigo, cuando no lo hacía físicamente, se instalada en mis pensamientos, en los inmaculados y en los obscenos, en los buenos y en los malos, hubiera ido al infierno mismo si ella iba conmigo, soñaba con ella, era como algo anexado a mí que no me costaba en absoluto llevar.
Así fueron pasando los días y los chicos fueron declinando ante las negativas de ella y las mías en sus pretensiones de que les haga de nexo y las chicas fueron aceptándola como una más, aunque ella nunca dejó de llamar la atención con su belleza y su frescura, al contrario, a medida que pasaba el tiempo se iban acentuando sus formas de mujer y su soltura. Viví con ella momentos inolvidables, recuerdo aquella tarde de fines del verano que habíamos ido a la biblioteca del colegio a investigar. En realidad a curiosear y cuando salimos nos dimos cuenta de que llovía a baldes. Muy lejos de quedarse a esperar que dejara de llover —no iba con ella esa actitud— me tomó de la mano y tiró suave pero firmemente de ella —convengamos que tampoco me resistí demasiado—, me llevó al medio de la calle, corrimos bajo el aguacero y reímos a carcajadas, aún me sabe a melodía esa risa tan particular que tiene. Nos empapamos. Solo imagínensela, toda mojada, con una blusita blanca sin mangas y una pollera larga roja tipo las de gitana, pegadas al cuerpo. Maravillosa imagen, impagable
momento. Nos detuvimos bajo un toldo de una vidriera después de correr al menos diez cuadras, exhaustos. Admiré su belleza mientras recuperaba el aliento, nos miramos a los ojos, ella estaba con la espalda apoyada a la vidriera, yo frente a ella a escasos quince centímetros. Estaba todo dado, estaban los actores, no había moros en la costa, las condiciones ideales, el momento propicio, es más, creí escuchar sonar en alguna radio cercana el tema de Banana Pueyrredón: “No quiero ser tu amigo, amigo nunca más…”, pero la providencia no contaba con mi indecisión, ni con mis miedos, ni con mi falta de coraje, ni con las malditas preguntas que aún hoy suenan con un repiqueteo incesante en mi cerebro: ¿Y si estoy equivocado? ¿Y si no es lo que ella quiere? ¿Y si pierdo lo que más quiero en esta vida por tratar de besarla?
¿Por qué maldita razón tenemos que hilvanar pensamientos en momentos tan mágicos como ese? Lo cierto es, que no hice nada de lo que deseaba hacer. Me mordí los labios, la rodeé fraternalmente con mi brazo, la pegué a mi hombro derecho para darle un poco de
calor y la acompañé a su casa. Me despidió como lo hacía siempre, como se despide a un amigo, con un beso en la mejilla, que a mí me sabía a manjar de dioses, un “gracias por acompañarme” y un qué haría sin vos”, que yo interpretaba como un cumplido.
En el trayecto desde su casa a la mía me odié por la indecisión, me dije tantas cosas a mí mismo que si alguien me hubiera escuchado habría pensado que no estaba en mis cabales.
Fueron pasando los meses y también una sucesión de situaciones desaprovechadas, parecidas a la narrada. A medida que pasaba el tiempo fui acumulando coraje en mi alcancía, pero parecía que nunca se iba a llenar, que jamás iba a terminar de decidirme, como si fuera una opción entre la vida y la muerte, tal era la importancia que le daba a la situación en ese momento.
Sigo caminando, decidido, ya no hay marcha atrás, hoy es el día, mi alcancía se ha llenado y pretendo no romperla jamás. Sé que hoy está en casa, que los padres a esta hora trabajan. Ya le había avisado que pasaba a buscarla para ir a… ¿Qué importa dónde? No tiene la más mínima relevancia. Me desvío un par de cuadras de mi camino, paso por una florería y compro un par de rosas amarillas, en alguna conversación me había contado que le encantaban, —muy buenaelección— me dice la señora que me las vendió. —Vas a quedar
muy bien, debe ser alguien muy importante para vos—. Asentí, agradeciéndole.
Volví sobre mis pasos y retomé el camino, crucé transversalmente la peatonal de la ciudad, casi desierta a esa hora, en contraposición con lo magnífico del día —que se joroben los que
no saben aprovecharlo—, pensé. Atrajo mi vista una parejita de enamorados comiéndose a besos en un banco de la peatonal, quizás aprovechando la casi ausencia de transeúntes —suerte la de ellos—, me dije con un dejo de envidia.
Caminé dos cuadras más con el aún cálido sol a mis espaldas, llegué a mi destino con un nudo en el estómago y otro aún más grande, si cabía, en mi garganta. Di los últimos retoques a mi impecable atuendo, camisa blanca mangas largas, que me había esmerado sobremanera en planchar, arremangada a la altura del antebrazo; pantalón de vestir gris oscuro, zapatos negros, cinto a tono. Observé la imponente casa estilo colonial en qué vivía mi entrañable,
hasta ese momento, amiga, me acerqué a tocar esa puerta que tantas veces había golpeado, aún con un dejo de temor y esperé con las ansias de siempre, que se hiciera presente la persona que más importaba en mi vida por los siglos de los siglos. 
¿Qué piensan ustedes? ¿Qué no iba a aparecer? ¿Qué me atenderían los padres
y me dirían que no estaba? ¿Qué me abriría la puerta su amante? Si pensaron alguna de estas opciones, queridos lectores, no miren tantas películas o telenovelas. Nada de eso sucedió, apareció ella, divina como siempre, y si hubiese salido con un camisón y ruleros,
igual hubiera pensado que estaba bonita. No era el caso, se notaba que recién se había terminado de bañar, vestía una bata blanca de esas que se cierran con un cinturón de la misma tela en la cintura, que le cubría hasta la mitad de sus largos y bien torneados muslos, el pelo largo húmedo le caía por un lado de su preciosa carita de princesa. Me dijo, tras darme un beso en la mejilla y recibir las rosas:
—¡Hola! ¿Qué hacés? ¡Qué lindo que estás! ¡Gracias, justo las que a mi me gustan! ¡Qué bonitas! Pasá, vení, acomodate en el sofá.
Lo hice, aunque me llamó un tanto la atención porque solo me hacía pasar cuando estaban sus padres. Obvio, no me resistí aunque me temblaron las piernas. Más aún me sorprendió que tomara asiento a mi lado, se suponía que debía vestirse para ir dónde teníamos planeado, pero bueno, yo ya sabía que esta chica era impredecible en su actuar. Si lo anterior fue sorprendente, qué decir de lo que pasó después. Una vez acomodada a mi lado, sin preámbulo alguno, levantó la pierna derecha, giró y se puso a horcajadas sobre mi falda, extendió su brazo derecho, lo apoyó en mi nuca, me llevó hacia ella y me besó muy suave, muy dulcemente en los labios.
Imagínense mi cara de asombro, balbuceé, fui a decir algo, ¡quién sabe qué tontería! Me apoyó un dedito en los labios en señal de silencio y me dijo:
—Sé que venís a decirme que querés ser algo más que mi amigo, o tal vez mucho más, sé que hace mucho tiempo que lo deseas, casi diría que tanto como yo. También sé que te va costar un montón, que vas a sufrir para decirme todo lo que quieres decir, así que he decidido hacértelo más fácil. La respuesta es sí, lo acepto, lo quiero, lo deseo y lo anhelo, pero con una condición: que me prometas que nunca, bajo ninguna circunstancia, dejarás de ser mi amigo.

Publicado en Cuentos Sentidos - Tinta Libre Ediciones - Año 2012

El Loco Manuel

Se puede quitar a un general su ejército, pero no a un hombre su voluntad.  Confucio

A Manuel lo conocí en cierta oportunidad en que coincidimos en hacer unos trabajos juntos. Era una especie de linyera—indigente le dicen hoy—. Hacía unas changas de vez en cuando, lo justo y necesario para sobrevivir y para saciar su vicio, que parecía ser la bebida. Muchos lo llamaban el loco Manuel. La mayoría de la gente trataba de evitarlo. Se decían muchas cosas de él, gran parte de ellas sin fundamento, ya que nadie, absolutamente nadie lo conocía. No sabían de dónde había venido, ni cómo había llegado a esta ciudad. Se cree que lo hizo en un tren de carga, cuando los trenes funcionaban, con la única compañía de una valija, la que, deteriorada por el paso del tiempo y las penurias sufridas junto a su dueño, hoy le servía de almohada.
Hombre de estatura media, flaco, casi escuálido. Vestía ropa muy desgastada por el uso, que seguro no era producto del obsequio de alguna señora caritativa, ya que cada vez que alguien
intentaba darle u obsequiarle algo él solo contestaba en tono seco: ¡Llévenlo a Cáritas! 
En verano se lo veía de camisa. En invierno, inevitablemente, usaba un sobretodo marrón claro que se adivinaba de buena marca aunque se notaba muy afectado por el transcurso
de los años.
Siempre, desde aquella primera vez, despertó mi curiosidad. Había conocido a muchos linyeras pero el loco Manuel no encajaba en el tipo. Había algo fuera de lugar, como que no pertenecía a esa clase. Cada vez que yo necesitaba ayuda para algo lo pasaba a buscar, porque el tipo sabía hacer cualquier tarea, aunque lo que yo realmente quería, era averiguar detalles de su vida.
He invertido horas observándolo. Esas facciones angulosas. La barba entera entre negra y canosa. El ceño siempre fruncido. El pelo largo entrecano le llegaba hasta los hombros, peinado a mano hacia atrás, dejando ver una frente generosa. Pero lo que más me llamaba la atención eran esos ojos grises acerados, de mirada penetrante, aunque resignada y triste si cabía. Se adivinaba una gran pena en todo su ser, en todo su actuar. Le calculé sesenta y cinco años; tal vez tendría alguno menos teniendo en cuenta las condiciones de vida.
Quedaba, o hacía noche, en una vieja y abandonada casa a medio destruir en la afueras de la ciudad, camino al cementerio. Cierta ocasión en que pasaba por allí, pasé a saludarlo, era a comienzos del invierno. Llegué, salvando obstáculos: pilas de ladrillos, que habían quedado tal como cayeron de las paredes, bolsas de basura que gente sin ninguna consideración tiraba allí y algún que otro tacho o latas viejas oxidadas. Golpeé la desvencijada puerta de la
única habitación que quedaba en pie de la destruida vivienda.
—¿Quién es?
Me presenté y luego de una breve pausa se escuchó:
—Pase.
Entré, levantando un tanto la hoja de la puerta para que no arrastrara en el piso de ladrillos, no obstante rechinaron las bisagras llenas de óxido. Realicé una rápida ojeada a la estancia. Cuatro paredes con revoques a medio caer, o sea partes de ladrillo a la vista pero no porque haya sido construido así, sino por el mismo deterioro de la falta de mantenimiento. Las partes en que había revoque estaban escritas por amantes furtivos, por vagabundos y por quien más que haya acertado a pasar por allí dejando su rúbrica. Sobre una de las paredes, una enorme rajadura había sido cubierta con trapos viejos y bolsas de arpillera para que no entrara el frío. El techo, eran solo chapas sobre maderas, sin cielo raso; se observaban en ciertas partes, en contraste con la claridad exterior, los agujeros de las chapas vencidas por el paso del tiempo. Seguro allí se filtraba abundante agua cuando llovía. No había mueble alguno, aunque sí en un rincón se veían varios cacharros que supuse servirían para cocinar.
En el centro de la habitación, rodeadas por unas piedras, crepitaban las llamas de un fuego hecho para calentar el frío ambiente propio de la estación. Sentado a un lado, sobre su inseparable valija, estaba Manuel, taciturno, con la vista perdida en las llamas. En el suelo, a un lado, arrollados como una alfombra, unos enseres que seguramente, le harían las veces de cama y al otro una botella de caña de durazno.
—¿Qué necesita?
Me preguntó con la voz autoritaria que yo ya le conocía, a lo que respondí:
—Solo andaba por acá y pasé a saludarlo.
Se encogió de hombros y murmuró un casi imperceptible:
—Gracias.
Luego de un largo silencio prosiguió, facilitándome la conversación pues no sabía, la verdad, como entablar diálogo:
—Le agradezco su interés, pero no necesito a nadie que se apiade de mí si no lo hizo Dios en su momento. No intente sacarme de este estado, ni intente tratar de aliviar de alguna manera mi situación porque no lo va a lograr. Si estoy así es porque quiero estar así y porque Dios quiso que estuviera así.
Concluyó con voz quebrada y los ojos vidriosos.
Observé la botella que descansaba a su lado y creí adivinar que tomaba para poder olvidarse, al menos por un rato, de esa gran pena que se notaba llevaba adentro.
—Lo entiendo.
Le palmeé la espalda fraternalmente y me retiré con un nudo en el estómago y tratando de adivinar, ¿qué pena sería aquella que llegaba a destruir la entereza de un hombre, de tal manera que terminaba viviendo como un linyera? Porque, se supone escuchándolo
hablar —y esa vez lo escuché hablar más que en la suma de todos los años anteriores— que alguna vez fue una persona instruida, con buen dominio del idioma.
Pasó el tiempo. Supe de él cada tanto. Hasta que un día, no recuerdo exactamente cuando y tampoco tiene su relevancia, debe haber sido fines de primavera o principios de verano, en oportunidad de pasar frente a su precaria vivienda, me llamó la atención un perro callejero, que en alguna que otra ocasión lo había visto con él, que intentaba, en vano, con su hocico y con sus patas delanteras, abrir la puerta. Bajé rápidamente del auto y corrí hacia la derruida casa temiendo lo peor, empujé la puerta y el panorama que encontré me dejó helado. Manuel estaba tirado en el suelo, boca arriba con su cabeza inmersa en un charco de sangre. Se había caído, tal vez borracho y su cabeza había golpeado contra una de las piedras dónde hacía el fuego. Le tomé el pulso y noté que aún respiraba por lo que llamé inmediatamente a una emergencia local y lo llevamos al hospital.
—Tuvo mucha suerte —me dijo el doctor—. Una hora más y no lo contaba. Va a estar bien.
A la semana del accidente, antes de que le dieran el alta, se había ido del hospital burlando a las enfermeras y retornó a su morada. Cuando me enteré fui a visitarlo. No lo encontré bien, se veía pálido, más flaco que de costumbre. A su lado estaba el perro callejero que parecía estar cuidándolo.
—Muchas gracias —me dijo— le debo la vida. Aunque en honor a la verdad hubiera preferido que no me encontrara.
Murmuró entre dientes aunque logré escucharlo.
—No me dé las gracias a mí, en realidad se las debe a su compañero.
Le dije señalando al perro echado a su lado. No dándole demasiada importancia a mi observación fijó la mirada en un ladrillo del piso, aunque seguramente su pensamiento
estaba muchísimo más lejos.
—Le debo una explicación desde la última vez que estuvo aquí. No fui amable con usted. Esto que voy a decirle no se lo he dicho a nadie de por acá en treinta y cinco años, así que le ruego no se lo cuente a nadie. Siento que mi final está cerca y usted se ha portado muy bien conmigo a pesar de la distancia que siempre intenté guardar. Le voy a sacar las dudas acerca de por qué hoy soy lo que soy —se hizo un repentino silencio en el que tragó saliva como
tratando de tomar coraje para hablar, luego prosiguió—, en aquel momento yo era un respetable ciudadano, con algunos sueños cumplidos y otros a punto de cumplirse. Tenía un buen trabajo en un estudio de abogados. Habíamos terminado de pagar la casita de nuestros sueños. Tenía una esposa preciosa en todo sentido, la mujer que todo hombre desea tener. Y otro sueño por cumplirse, el que colmaría todas las expectativas. Mi esposa estaba embarazada, a punto de dar a luz al maravilloso bebé que tanto habíamos esperado —se escurrió con la parte superior de la mano un par de lágrimas que rebeldes se le escaparon, y continuó—: bueno, por culpa mía perdí todo.
Concluyó así, de manera abrupta, sus facciones y su mirada se endurecieron aún más, como si repentinamente, hubiera cambiado de idea y no quisiera seguir relatando el desgraciado suceso que lo apenaba desde hacía tanto tiempo. Esperé en vano, un lapso razonable para ver si proseguía con el relato. Meneé la cabeza, le agradecí y me retiré.
Un par de días después pasé para ver como estaba. No lo había visto en la calle y me asaltó cierto temor de que su situación no sea la mejor. Me recibió como si me estuviera esperando, sentado como siempre sobre su infaltable valija, acompañado de su callejero compañero. Seguía pálido y sus facciones, al reflejo de la luz del atardecer, se habían tornado aún más esqueléticas.
—Sabía que vendría —me dijo— quería entregarle esto.
Me alcanzó un sobre color madera cerrado, en el que había escrito mi nombre.
—Solo tiene que prometerme que no lo abrirá hasta que yo no esté en este mundo.
—Pero…
Intenté hilvanar alguna frase. No lo logré y él continuó:
—Sé que ha llegado mi momento y no he querido dejar nada librado al azar. Usted es la única persona que se interesó verdaderamente por mi situación y por lo tanto estoy convencido de que es la indicada para ello.
Me fui, esa tarde noche, inmerso en un torbellino de pensamientos entre mezclados. ¿Cómo sabía que había llegado su momento? ¿Qué debía hacer yo? ¿Llamar a la policía y decirles que el tipo se estaba por morir? ¡No! ¡No me creerían! ¿Estaba volviéndose realmente loco? Quizás. ¿Debía llevarlo al hospital? Tal vez. El caso es que no hice nada.
Al otro día, siete y treinta de la mañana, salgo de casa para ir al trabajo y se me ocurre pasar para ver la situación ya que me había quedado muy preocupado la noche anterior. 
Yacía acostado, boca arriba, la cabeza sobre la valija. Se había afeitado. Tenía puesto un pantalón de vestir oscuro, una camisa clara y zapatos negros charolados. Impecable en comparación con la situación en que lo conocía. A un lado, una bolsa negra, en la que supuse tenía guardada desde hacía mucho tiempo, esperando el momento de usarla, la ropa que ahora llevaba puesta. Los rasgos de su cara se habían relajado. Incluso parecía tener una leve sonrisa pintada en los labios, como si al fin hubiera encontrado la paz que tanto deseó
tener. Por supuesto, se había ido. Observé nuevamente la escena y me estremecí al llegar a la conclusión de que se había preparado para recibir la muerte. O tal vez, para estar presentable al reunirse con los suyos. Sentí una gran tristeza y un gran alivio al mismo tiempo. Acaricié al callejero que fiel se mantenía al lado de su compañero y me dirigí a hacer las diligencias correspondientes para que se ocuparan de él.
Cuando, a las horas, volví a casa, busqué el sobre que me había dado la noche anterior. Lo miré y lo volví a mirar, una y otra vez. Dudé en abrirlo, pero pudo más la curiosidad. Contenía: una foto, una nota, un croquis, un fajo de billetes de cien dólares y unos recibos de pago. El texto de la nota decía lo siguiente:
“Por medio de la presente, solicito se cumpla mi última voluntad, la de ser enterrado en el cementerio de la Capital en el espacio que se me ha destinado —ver el croquis— junto a la tumba de las personas que amé durante toda mi vida, cuando estuvieron y más aún cuando me faltaron: mi esposa y mi hijo. El lugar está pago a perpetuidad, para verificar lo cual he dejado los recibos de pago. Ocúpese el dinero que adjunto para solventar los gastos del traslado, será suficiente.
Manuel Gonzalez Ordoñez

En la foto aparecía, sentada en una hamaca que colgaba de la galería de una bella casa, una muy bonita mujer, con varios meses de embarazo, a juzgar por el tamaño de su vientre. A su lado, erguido, orgulloso, abrazándola, un hombre, muy apuesto, sonriente, en el que me costó reconocer a Manuel. Giré mecánicamente la fotografía esperando encontrar algo escrito, algún nombre o alguna fecha tal vez, solo decía: “Ocúpate de Flaquito”. Así llamaba
Manuel a su compañero callejero.
Después de superar mi asombro ante tanta organización pre morten, me dirigí a hablar con el juez de la ciudad, la policía y la empresa de sepelios para arreglar el tema del traslado.
Su última voluntad fue cumplida a rajatabla. Incluso cada vez que puedo, me doy una vuelta por el cementerio y le llevo flores.
Manuel fue uno de los tipos que ha dejado su marca en mi vida. Nunca supe cómo fue que perdió a su amada esposa y a su bebé. Solo sé que hay personas como él, a las que un hecho como ese les saca las ganas de vivir. Porque, evidentemente, Manuel no tenía ganas de vivir y solo Dios sabe cuantas veces le debe haber rogado e implorado que lo llevara con las personas que más añoraba.
En fin, Manuel decidió irse un veintitrés de diciembre, la misma fecha que treinta y cinco años atrás había sido grabada para siempre en una tumba que ahora está junto a la suya. ¿Una broma del destino? Tal vez. Nunca lo sabremos.
¡Ah!, me olvidaba, Flaquito vive conmigo, me acompaña siempre. Cada tanto, desaparece un par de horas pero no me preocupa, porque sé que va a visitar la casa de su amigo que, extrañamente, aún nadie ha ocupado.
Cuento publicado en el libro Cuentos Sentidos - Tinta Libre Ediciones -Año 2012