martes, 27 de junio de 2017

Falsas apariencias

Cursaba quinto de la secundaria, allá por el ´87, yo tendría unos diecisiete años. Mi amigo en ese momento era Juan, uno de los pocos que me había abierto las puertas de su casa en la ciudad. Yo era un humilde chico de campo que viajaba todos los días por la tarde en ómnibus unos quince kilómetros para concurrir al colegio.
Los viernes organizábamos, con la finalidad de juntar fondos para el viaje de egresados, reuniones bailables que comenzaban alrededor de las nueve y treinta o diez de la noche. En esos días se me presentaba el inconveniente que, si me volvía a casa después del colegio, no había en ese horario ómnibus que pudiera tomar para llegar cuando comenzara la fiesta, y si no concurría a los bailables no recibía un mísero peso. Entonces, no tenía otra opción que quedarme en la ciudad, una vez concluidas las clases, hasta que llegara la hora del bailable. Podía esperar en casa de una tía que distaba unas cuarenta cuadras del centro de la ciudad, pero, la verdad, no era muy de mi agrado ir a quedarme un rato allí porque tenía la sensación de que siempre molestaba. Juan tuvo la amabilidad de invitarme a su casa, para que vaya a bañarme, a comer algo y luego ir juntos. De ahí en adelante nos hicimos los mejores amigos y todos los viernes que se organizaba bailable iba a su casa a pasar el rato.
Juan era un chico flaco, alto, reservado, muy inseguro, hasta tímido diría yo, aunque a veces tenía problemas de conducta en el colegio. Creo que sentía una especie de vergüenza por un problema en la vista, miopía o algo similar. En su hogar sufría la separación en curso de los padres y el problema de una hermana mayor que se había dedicado a la prostitución.
Un día cualquiera, avanzado ya el quinto año de la secundaria, dejó de concurrir al colegio sin aviso previo y nadie supo decirme el motivo.
Pasado un par de semanas de su no concurrencia, y estando yo en la terminal a la espera de la llegada del ómnibus para volver a casa, se me acercó un señor, a quién luego identifiqué como un taxista, que me dijo muy amablemente:
—¡Hola! ¿Cómo estás?
—Hola
Saludé sin demasiado entusiasmo, preguntándome a que correspondía el acercamiento. Luego de una breve pausa, en la que aprovechó para aspirar humo del cigarrillo, preguntó:
—¿Vos andás en la joda?
Lo miré interrogante.
—No sé a qué le llama usted joda.
Me miró tratando de adivinar si le estaba mintiendo.
—Como te veo que dos por tres andás con ese flaquito… ¿Juan se llama? Y ese sí anda en la joda, pensé que vos también…
Quedé sorprendido por lo que dijo, lo cual, creo, terminó de convencerlo de que yo no sabía a qué se refería. Se encogió de hombros dispuesto a retirarse.
—Bueno, si algún día te decidís, estoy siempre acá en la terminal.
Finalizó señalándome el lugar donde estacionaban los taxis.
Los veinte minutos que duró el viaje en colectivo hasta la parada de la ruta en la que me bajaba, más los diez minutos que caminé hasta llegar a casa los ocupé en conjeturas sobre qué significado le había dado el tipo a la palabra joda. Pensé redundantemente en drogas. Me equivoqué.
Los días posteriores traté de averiguar, infructuosamente, quién era el taxista, hasta que el azar ayudó a que encontrara respuesta a mi interrogante. Estando en la plaza frente al colegio con los demás chicos del curso, uno de ellos dijo, señalando un taxi que pasaba y que era manejado por el hombre que me había encarado en la terminal:
—¡Miren ahí va el taxista puto!
Escondí mi incredulidad tras las carcajadas de todos tratando de pasar inadvertido.
Inevitablemente tuve que asociar la condición del taxista con Juan. ¿Era Juan puto?  Realmente no lo podía creer.
Y no lo pude creer por mucho tiempo, aunque tampoco me animé a ir a visitarlo o a preguntar por él. Nadie en el colegio lo recordaba. Convengamos en que eran épocas en que la homosexualidad era aún tomada como una condición degradante y era motivo de discriminación.
Otro día cualquiera, años más tarde, por simple coincidencia o capricho del destino, estaba yo sacando unas botellas de la parte de abajo del mostrador del bar que atendía, cuando al erguirme y levantar la vista, me encontré cara a cara con Juan, dándome una de las mayores sorpresas de la vida. Vestido de mujer, pelo largo oscuro, anteojos negros, una blusa que resaltaba con orgullo un par de hermosos senos producto, supuse, de las hormonas ingeridas o tal vez de las siliconas, jeans ajustados al cuerpo y zapatos de taco.
Me pidió un agua mineral. Como pude, mal disimulando mi incredulidad, se la alcancé, me abonó y sin más, sin prestarme más atención que la debida, ni mostrar un atisbo de haberme conocido, se fue revoleando sus caderas de mujer, muy seguro de su actuar, mostrando el aplomo de aquellos que saben lo que quieren, como dando a entender o mostrando que había encontrado el lugar que le pertenecía en este mundo de locos. Fue ahí, en ese preciso momento, que me di cuenta de que mi amigo Juan había muerto aquella última vez que me acompañó desde el colegio a la terminal. Y en ese mismo momento nació o surgió en su lugar la persona auténtica que desde hacía muchísimo tiempo pugnaba por salir a la luz. Aquella persona cuya verdadera personalidad, que había tenido oculta hasta ese momento, era inmensamente más avasalladora que la que aparentaba. Celebro su valentía.

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